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Monday, March 20, 2017

Crónicas del Olvido: WALCOTT SOBRE LAS OLAS


—por Alberto Hernández—

1.-
En medio del Caribe, como pidiendo atención, una isla navega. La turbulencia de su interior, entre palmeras, arena y algunos ojos preparados para la tormenta, remueve los huesos de los muertos. Las tumbas se levantan y aparecen los exiliados del tiempo.

Los que agitan las manos y las camisas rotas desde cuevas y ventanas saben que el mundo regresa con toda la fuerza. Que ya el mar no será protector de la costa ni de los hemisferios de la pequeña ciudad.

No hay tal tormenta. No hay ensueño capaz de desatar tanto ruido. Un muchacho negro, de ojos verdes o azules mira desde la orilla el resto del mundo. Se le agita un poema en la lengua. Lo saborea y lo deja caer sobre la concha de un cangrejo. Así lo imagina. Así lo dice:

The fishermen rowing homeward in the dusk
Do not consider the stillness through which they move,
So, I since feeling drown, should no more ask
For the safe twilight which your calm hand gave

Entonces oye la voz áspera de la madre y deja de organizar desde el borde de su pequeña Santa Lucía lo que habría sido después su destino. Recorre la distancia entre la playa y la casa. O el borde del horizonte y la raspadura de lo que podría decirse es su espacio para continuar imaginando el salitroso espectro de un mar que lo separa del resto de la humanidad.

Camina arrastrando los pies. Siente la arena tibia en sus talones. De pronto, anochece.

Ya no será el sol ni los hombres sobre la arena, sobre el polvo marino quienes se mueven o sienten la calma o la desesperanza. En todo caso, el mar sigue allí, nunca duerme. Con su gran ojo abierto, dispuesto a tragarse cualquier impertinencia, barco, goleta o astro que caiga desde el misterio.

2.-
Era 1930. El año de su nacimiento en aquella isla que casi nadie nombra. Era un año difícil, duro en este lado del continente. Tranquilo, sin sobresaltos, mientras Europa se enfrentaba a Europa. Los ojos claros del muchacho caribeño se sometían a las mareas. Desde ellas imaginaba el sopor de la lejanía. Imaginaba, pensaba. En St. Mary´s College y luego en University of the West Indies reveló su carácter, el filo de sus palabras, el arrastre que traía desde su adentro más claro, enfrentado a las cadenas de su pasado, a los gritos de aquellos negros arrastrados por la codicia de los mercaderes. Y así llegó sobre las olas de su pequeño mar a Columbia, Yale y Harvard, donde pulió su intelecto. Y le dio más sentido a su método para insertarse en el mundo de las letras, en el mundo de una sensibilidad rocosa pero posible de romper con las voces más portentosas de la memoria.

Su idioma, el adquirido, le sirvió para enseñarlo en Boston, mientras la poesía se le enredaba en las venas. Y el mar seguía allí, pendiente, orillándose a diario en la puerta de su casa. Pero también habló de mucha poesía, de teatro, de drama. De lo que poca gente enseñaba en las aulas mientras bajo el sol de su isla era diario devenir.

Por eso escribió, para no morirse, como muchos: Dream on Monkey Island, Pantomime, The Last Carnival. Luego, en 1987 dejó The Arkansas Testament y cerró su ciclo en 1990 con Omeros.

Su vida estuvo entre Boston y el amado Caribe, donde entregó su espíritu hace algunas horas, aunque su cuerpo anduviera viajando por indeterminados puntos del orbe.

Una voz casi infantil se deja oír en este momento. Un poema, un aliento casi dilatado por el olvido:

Anna, my daughter,
you have a black dog
that noses your heel,
selfless as a shadow;
here is a fable
about a black dog:
On the last sunrise the shadow dreesed with Him…”

Y entonces la sombra lo arropó, lo condujo sobre las olas del mar hasta la última costa, hasta los tobillos de su inmenso mundo marino, hasta el caribe donde abundan las afables brisas que vienen de otros lares.
Un golfo, una ensenada, un muelle, una isleta soñada, el reino de una manzana celestial, la mitad del verano, la noche verde, los epitafios de su pasado…todas las imágenes, todos los instantes sagrados, todas las quejas y protestas. Dereck Walcott acaba de morir.

Y allí sigue, delirando con la poesía. Cantando a la orilla del mar mientras oye la voz de la hermana que corre tras su perro.





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