M u l t i n a t i o n a l - B l o g - o f - A r t - a n d - L i t e r a t u r e - f r o m - D e n v e r

Friday, February 27, 2015

SEXTINARIO de ANA NUÑO


—por Néstor Mendoza (*)—

Sextinario tiene una triple rareza y un triple propósito. Es una poética, un poemario y una antología. Y añado otra cualidad: la traducción. Estos cuatro elementos se involucran con una manifestación métrica de casi nulo entusiasmo en este balbuceante siglo XXI. Quien se ha atrevido a ofrecer esta extraña pieza de orfebrería medieval no suele ser reconocida (o, al menos, conocida) como poeta. No es frecuente verla (no está, no la he visto) en los índices o sumarios de las compilaciones de poesía venezolana. Explicaré lo obvio: Sextinario es un libro de y sobre sextinas. Si necesita un adjetivo, sería el de polivalente. Está la poeta, la investigadora, la traductora y la compiladora.

Un gran y conocido antecedente, en nuestra lengua, es el peruano Carlos Germán Belli. En su obra desfilan este tipo de estructuras métricas. Fue él quien me acercó a ellas. Me atrajo la sorpresiva secuencia de los versos y los sentidos que estos adquieren al pasar de una estrofa a otra. De ahí mi interés, no sé si infructuoso, de escribir “Sextina con saudade”, la cual forma parte de un libro inédito.

Conocía a Ana Nuño en su rol de sobria, culta y afilada columnista del Papel Literario, cada domingo y en su espacio “Falso cuaderno”, ahora ausente. Las voces encontradas (1989) es su primer poemario. Ha escrito y subrayado sus ideas con firmeza, en temas tan variados pero no excluyentes entre sí: política, cine, literatura, arte y filosofía. Redacta sin venda ni chantaje. Vive desde hace casi dos décadas en Barcelona, España. Desde la ciudad catalana mantiene contacto periódico con el medio editorial venezolano. Hace poco apareció Nuño por Nuño, antología preparada y prologada por Ana sobre los aforismos de su padre, el conocido filósofo Juan Nuño.

Una generación literaria se edifica, a pesar de todo, con las omisiones. En la gran pizarra generacional los tachones también cuentan. Están los agrupados y los desagrupados, los que logran afianzarse y los que llegan y se sujetan a destiempo. Sextinario es un islote con fauna variadísima y flores y frutas inclasificables. Tiene dos ediciones: la primera a cargo de la Fundación Esta Tierra de Gracia, Colección de poesía Rasgos Comunes (Caracas, 1999); y una segunda preparada por Randon House Mondadori, en su colección Debolsillo (Barcelona, 2002). Aun así, conseguir un ejemplar en librerías locales es improbable.

Sujeto el libro y lo miro con ojo de naturalista alemán. Nuño ha invertido muchísimo tiempo en la elaboración de este libro. La composición requiere de un apostolado, y ella, a su manera, lo ha hecho. Muy visible es el motivo de cada sextina, el adecuado conteo métrico y la novedad que aparece con su buena dosis de cultismo y atrevimiento. No se puede dejar de mencionar el trabajo de selección y traducción, que demandan una dedicación personalizada y esmerada.

Intento ubicar a Sextinario en algún espacio de nuestros anaqueles de poesía venezolana. Es un ave bifronte que sobrevuela en el invierno. Estaría junto a los palíndromos reunidos en Oír a Darío, de Darío Lancini, otro raro espécimen. Y si ampliamos la visión, podría anexar otro ejemplo y así completamos un tridente: Guitarra del horizonte de Sergio Sandoval (heterónimo de Eugenio Montejo). Tendríamos, con esto, tres manifestaciones: la sextina, el palíndromo y la copla glosada.

Nuño le ha dado un hermoso nombre a la sextina y ha delimitado su función: “joya negra que brilla sólo en la oscuridad”. No se equivoca: la sextina tiene un complejo engranaje. El trovador provenzal Arnaut Daniel la inventó, y con sus altibajos, no ha sido enterrada. Ana Nuño supera cierta ojeriza que desconfía o duda de las formas tradicionales. Ella sabe que también es factible transgredir desde la tradición: un retorno al pasado métrico que vence el absolutismo del verso libre.

Desde el prólogo de Sextinario, la autora expone públicamente su devoción por la forma y lo explica con la sinceridad que se espera y que el lector agradece. Hace una revisión y con originalidad ubica a la sextina en un horizonte, no en un peldaño o escalafón. Y yo agregaría lo siguiente: la sextina como forma métrica válida y vigente, que no compite sino que refresca y complementa. En tiempos de tartamudeos (“hipos tipográficos”, diría Nuño), la sextina se ve fortalecida desde sus entrañas. Con el derrumbe de las estéticas grupales cada poeta habita un ecosistema individual; y desde esa perspectiva ha de constituir sus propios antecedentes.

La poeta está en un cuarto oscuro, da manotazos en el aire y espera que aparezca algo concreto, un lazarillo que la dirija o guíe. Es un cuarto oscuro, ciertamente, pero no una habitación de revelado fotográfico. Solo es un cuarto de tinieblas. La sextina puede ser ese brazo que dirige a Ana Nuño en el pasadizo de la creación poética. Hay poetas que necesitan publicaciones sucesivas, casi simultáneas, para dar con la forma que mejor se adapte. Las piezas deben encajar. Ana Nuño elige las barricas de roble para añejar sus poemas. Y ya sabemos cuánto puede tardar este proceso de envejecimiento. Ella misma lo ha mencionado en algún artículo de prensa: “Ahora no son clásicos, es decir, obras que alcanzan esta condición tras templarse en la fría mirada de generaciones de lectores, críticos e imitadores, sino la producción —aún humeante, en algunos casos a medio cocer— de cualquier reciente difunto, lo que se ve sometido al pasapurés editorial”.

Por ahora, solo está el libro y mi lectura ¿Qué se puede argumentar? Son poemas, no hay duda de ello. Desde cualquier ángulo son poemas. Tienen algo característico que los convierte en objetos de divertimento lúdico e intelectual. Hay medida sin castración. Basta una primera ojeada para notar la libertad de asociación y de elección del tema. Quien lea apreciará las versiones que Nuño hace de Petrarca. Notará el registro de lo amoroso y la finura de la exploración lésbica, la exhortación al joven poeta (jovial y festiva) y la contemplación de un paisaje físico que se confunde con la pretensión axiomática:

“no existen los hechos, sólo hay estados/de ánimo como ese azul del cielo”.

En muchos casos la reiteración de las frases es una manera de fijeza. Se intenta atrapar lo que la voz poética traduce, repite o transcribe. O lo que inventa o recuerda. De eso, y mucho más, se vale la sextina.




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Friday, February 20, 2015

El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura: utopía, distopía y desastre personal


—por Luis Fernández-Zavala (*)—

"Si hubiera habido un asomo de Trotski en Cuba, hubiera sido el Che."
Leonardo Padura


La reciente apertura y “descongelamiento” de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, con todo su correlato de apasionamientos y movidas políticas dentro y fuera de la Isla Mayor, cierra un gran círculo histórico que se abrió hace más de cincuenta años en pleno desenvolvimiento de la Guerra Fría. En este contexto, la lectura de la novela de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2003), adquiere una relevancia especial no solo en las actuales circunstancias en que Cuba está haciendo noticia en el mundo y existe una necesidad de comprender a Cuba desde el punto de vista de los cubanos, sino porque su temática tiene una relevancia universal.

Padura sumerge al lector en los porosos bordes entre historia y la biografía (los sociólogos dirían, la relación entre estructura social e individuo), forzando la pregunta sobre cuánta libertad tienen los individuos para actuar frente a las grandes tendencias socio-políticas que los envuelven. La respuesta a esta pregunta desde la literatura solo se puede dar como exploración, sin respuestas absolutas, y cuando la obra revela lo más íntimo de las obsesiones de los protagonistas en el contexto. Creemos que Padura lo logra magistralmente, dejando además abiertas muchas más preguntas al lector osado.

En 675 páginas, Padura nos lleva a un viaje por la siniestra historia del Estalinismo y la vida ciertamente azarosa de Trotski en el exilio (el político irreductible), Ramón Mercader (el asesino creado por el Estalinismo) e Iván (el frustrado escritor cubano en el presente) basado en una diligente investigación histórica y un fino manejo de las emociones e interioridades de personajes complejos.

El hombre que… ha recibido una atención especial de la crítica literaria, ganando varios premios (Premio Nacional de Literatura en Cuba en 2012, y los premios Gelmi di Caporiacco, Carbet del Caribe, Prix Iniciales, Prix Roger Caillois), siendo traducida a más de diez idiomas y estando en lista para su versión cinematográfica. Algunos críticos podrían señalar que esto se debe al carácter político de la obra. Algo así como decir que la obra de Vargas Llosa, La fiesta del Chivo, es importante literariamente porque cuenta la historia de un dictador. Creemos que la novela de Padura es importante porque, parafraseando a Kundera, cumple la única misión válida de una novela: ayudarnos a entender aspectos de nuestra humanidad, por más fétida que esta sea.

Trostski y Frida Kahlo.foto:fronterad.com
Padura se demoró cinco años para producir la información que no existía en Cuba sobre Trotski y Mercader. Este hecho mismo, ya es intelectualmente heroico. Su bagaje periodístico no le exigía menos. En la novela, el cubano Iván “encuentra” esta información a partir de sus reuniones casuales y fortuitas con un misterioso personaje (Jaime López) que paseaba sus perros en la playa de Santa María del Mar en el año 1977. Sus encuentros con este personaje lo impulsan a buscar leer sobre Trotski. Sin embargo, Iván, siendo un escritor y a pesar de tener toda la información de primera fuente, confiesa a su esposa su cobardía. Iván había interiorizado el miedo, la auto censura.

Ana se quedó mirándome hasta que el peso de sus ojos negros  aquellos ojos que parecían lo más vivo de su cuerpo comenzó a escocerme en la piel y al fin me dijo, con una convicción espantosa, que no entendía cómo era posible que yo, precisamente yo, no hubiese escrito un libro con aquella historia que Dios había puesto en mi camino… yo le di la respuesta que tanta veces me había escamoteado, pero que, por tratarse de Ana, le podía entregar:

No lo escribí por miedo.

En este pasaje y otros posteriormente, el autor nos introduce a la “Cuba real” y a las vicisitudes de su generación, aquella que se enroló en la utopía revolucionaria y pagó el precio del juego de la macro política, la burocracia y la crisis económica cuando se desintegra la Unión Soviética. La versión intimista, personal de Iván, narrada siempre en primera persona, no es panfletaria, ni es reemplazada por otra utopía o un despotricar lloroso contra el sistema. Lo que el lector aprenderá será acerca de cómo Iván “siente” la organización social en su cotidianidad pasmosa.

…Éramos la generación de los crédulos, la de los que románticamente aceptábamos y justificábamos todo con la vista puesta en el futuro… y allá nos fuimos sin esperar otras recompensas que la gratitud de la Humanidad y la Historia.

foto:storify.com
La historia de Trotski en cambio, es presentada desde la voz del narrador omnipresente que le permite al autor no solo concatenar los hechos de una “asesinato anunciado”, sino que también entrar en las emociones de un luchador social al cual se le está matando no solo a sus allegados y familiares, sino que también se le está privando poco a poco de su manejo de la política, que era su razón de ser. La tragedia de Trotski es que él está luchando por sobrevivir el asedio de todo un aparato estatal. Estado que ha decidido aislarlo y mantenerlo vivo hasta que le sea funcional su muerte como un evento político. En esta tragedia Stalin es el monstruo que corrompe la revolución proletaria con una fórmula de miedo, corrupción, manipulaciones y asesinatos. Stalin usa la utopía socialista, la más igualitaria del Siglo XX, para someter a sus creyentes para que sigan sus designios y coronen sus ambiciones de poder. Stalin convierte la utopía en una diatopía que en vez de hacer avanzar la Historia mediante la solidaridad, la hace retroceder con el odio, la descarrila y la hace caminar hacia atrás, hacia la barbarie.  Trotski disminuido y asediado quiere reencarrilar desde el exilio la utopía por la cual luchó toda su vida. La historia de Trotski en el exilio es la historia de su muerte en cámara lenta. La macro política diseñada desde el Kremlin decidirá el momento preciso cuando esta tortura del perseguimiento implacable deberá terminar.

A pesar de que llevaba doce años esperándola, en ocasiones era capaz de olvidar que, ese mismo día, tal vez en el momento más apacible de la noche, la muerte podría tocarle a la puerta. En el mejor estilo soviético, había aprendido a vivir con esa expectativa, a cargar con su inminencia como si fuera una camisa ajustada a su cuerpo.

Leonardo Padura.foto:sellocultural.com
La historia de Ramón Mercader se da entorno a cómo se crea un asesino. Para lograr su cometido el autor nos lleva de la mano por un periplo que empieza durante la guerra civil española, época en que Mercader es reclutado por GPU (inteligencia soviética comandada por Stalin) para realizar un acto de transcendental para el triunfo de la revolución proletaria mundial. Por aquel entonces, Mercader luchaba contra los fascistas, era un soldado más entre miles de patriotas republicanos de distintas tendencias izquierdistas, pero dadas sus características personales (educado, multilingüe, comunista acérrimo) y los contactos de su madre Soledad Mercader con la GPU, es escogido para ser la mano asesina de Stalin, iniciando su transformación de soldado a asesino solitario y calculador.

…Y en adelante recuerda, cada cabrón segundo de tu vida, que lo más importante es la revolución y que ella merece cualquier sacrificio. Tú eres el Soldado 13 y no tienes piedad, no tienes miedo, no tienes alma. Tú eres un comunista de pies a cabeza, Ramón Mercader.

Desde la época de su entrenamiento especializado como el Soldado 13, hasta el momento en que reaparece en París como Jacques Mornard, pasa un buen tiempo de inacción: la paciencia inculcada era la clave del éxito de su misión.  Los desafíos físicos y psicológicos durante su entrenamiento fueron enormes, pero una vez en la calle su mayor tormento era enterarse que no podía hacer nada para evitar el desastre de su España revolucionaria que estaba siendo aniquilada por las fuerzas franquistas, desenlace en el cual Stalin tuvo mucho que ver.

Un aspecto muy importante en su transformación es la presencia en su vida de mujeres fuertes que le demandan directa o indirectamente, probarles que él es un hombre a la altura de las circunstancias. África, la amante revolucionaria española con la que tiene una hija que nunca verá, y su madre Soledad Mercader, con quien tiene una relación conflictiva de amor-odio, lo empujan a entrar en el ciclo de la muerte agazapada. Años más tarde, en pleno desenvolvimiento del conspiración para matar a Trotski, aprovechará su carisma creado para manipular a Sylvia Ageloff, una norteamericana militante de la IV Internacional, y poder acercarse a su víctima. Esta mujer frágil y enamorada era la antítesis de las otras mujeres de su vida, no le exigía nada y existía para complacerlo.

Sylvia Ageloff cataba la desnudez de Jacques Mornard y pensaba que estaba viviendo un cuento de hadas… Si aquel joven, hijo de diplomáticos, refinado, culto, bello y mundano no era el mismo príncipe azul, ¿que otra cosa sería? La pasión con que Jacques le despertó los resortes oxidados de su libido la había lanzado más allá de todos los éxtasis inimaginables, hasta el punto de aceptar la condición de abstenerse de hablar de política, el monotema de su vida sin amor.

Aquí cabe señalar que en la vida tanto Trotski, Mercader e Iván, las mujeres tienen un papel relevante que marcan influencias muy poderosas en el derrotero final de los personajes y representan bajo las mismas circunstancias modelos diferentes de madres, esposas o amantes. Mientras Natalia Sedova es el ejemplo de mujer combativa que por más de cuarenta años es el pilar de la vida política de Trotski, apoyándolo, entendiéndolo, sufriendo la misma persecución y perdonándolo inclusive durante el affaire de Trotski con la sensual Frida Kahlo, Caridad Mercader es un ejemplo vivo de manipulación y odio que trasmite a sus vástagos varones; según sus propias palabras, ella sirve más para destruir y odiar que crear.

El hombre que… es una novela con muchas aristas y brinda al lector la posibilidad de reflexionar sobre muchos aspectos de los acontecimientos históricos de las décadas iniciales del siglo pasado y cuyas consecuencias se expandieron hasta mitad del siglo pasado y hasta un poco más. Muchos de los paradigmas ideológicos y de organización social creados por esa época, han seguido deambulando y han afectado a generaciones enteras de revolucionarios y ciudadanos comunes y corrientes en su vida cotidiana. Pero esto es una reflexión sobre la Historia. La reflexión más importante sin embargo, se ubica en el marco de la biografía ficcionalizada que nos permite visualizar las reacciones íntimas de los individuos frente a un contexto que los pretende subsumir.

Caridad Mercader.foto:walterlippmann.com
Finalmente, habría que remarcar que el rango de la obra de Padura es muy amplio y antes de la publicación de El hombre que…  ya era conocido fuera y dentro de Cuba por sus nueve novelas: Pasado perfecto, 1991; Vientos de cuaresma, 1994. Máscaras 1997. Paisaje de otoño, 1998. Adiós Hemingway, 2001. La novela de mi vida, 2002. La neblina del ayer, 2005; La cola de la serpiente, 2011. Herejes, 2011. Acaba de publicar un conjunto de relatos compilados en Aquello estaba deseando ocurrir (febrero, 2015) que trata sobre el erotismo, la amistad, la búsqueda del amor de unos cubanos excombatientes en Angola. Tanto en estos relatos como en las aventuras detectivescas de su personaje Mario Conte de la novelas mencionadas y en El hombre que amaba a los perros se encontrará una “cubanidad” y una “habanidad” impenitentes. Padura, según sus propias palabras no podría escribir si es que viviera fuera de Cuba.

Los perros como personajes: tarea para los lectores osados: ¿Cuáles son los nombres de los perros de Trotski, Mercader e Iván? ¿Cuál es la relación que ata a los personajes principales con sus perros? ¿Cuál es la intención del autor al presentar tres personajes que aman a los perros? ¿Es un recurso técnico para darle unidad a tres vidas diferentes o una alegoría sobre la humanidad de los personajes? ¿No sería un mejor título de la obra: Los hombres que amaban a los perros?

Links: http://ow.ly/JljqP   http://ow.ly/Jlmco



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(*) Luis Fernández-Zavala, Ph.D. Autor de El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas (Pukiyari Editores, 2014). Disponible en Amazon.com.





Saturday, February 14, 2015

Cuento: AMOR de CLARICE LISPECTOR (1920-1977) Brasil



Clarice Lispector.foto:bookforum.com
Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.

Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas
foto:filmow.com
no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.

Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.

De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.

foto:youtube.com
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.

Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal —¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?— se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...

—Tengo miedo —dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.

—Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.

—No dejes que mamá te olvide —le dijo.

El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.

Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

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Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo ¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.

Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

—¿Qué fue? —gritó vibrando toda.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

—No fue nada —dijo—, soy un descuidado —parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.

—¡No quiero que te suceda nada, nunca! —dijo ella.

—Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote —respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.

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Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.

—Es hora de dormir —dijo él—, es tarde.

En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.