M u l t i n a t i o n a l - B l o g - o f - A r t - a n d - L i t e r a t u r e - f r o m - D e n v e r

Saturday, December 31, 2016

Juan José Arreola: Un pacto con el diablo


—cuento por Juan José Arreola—

Juan José Arreola.Foto:Juan Rulfo
Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

—Perdone usted —le dije—, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
—Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
—Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
—Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
—¿Siete nomás?
—El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
—En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
—El diablo.
—¿Cómo es eso? —repliqué sorprendido.
—El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
—Entonces el diablo…
—Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.

Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
—Ya llegarás al séptimo año, ya.

Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
—Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
—Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
—Siendo así…
—En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
—Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
—El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer —contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia—: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
—¿Y si Daniel se arrepiente?…

Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
—Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces…
—No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.
—Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.
—¿Qué dice usted?
—Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir —añadí como para explicarme.
—Por ejemplo… —y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
—Aquí está Daniel Brown —contesté—. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
—Perdóneme —dijo—, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
—Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
—Usted, ¿cumpliría?

No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.

Hice un esfuerzo y dije:
—Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
—Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
—Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
—¿Su alma?

Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
—¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.

Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
—Usted, ¿es pobre?

Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
—Usted, ¿es muy pobre?
—En este día —le contesté—, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
—Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
—Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
—Le prometo hacerme su cliente —dijo mi interlocutor, compadecido—; en esta semana le encargaré un par de trajes.
—Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
—Podría hacer algo más por usted —añadió el nuevo cliente—; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra…
—Perdón —contesté con rapidez—, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina…
—Piense usted bien, hay algo que quizás olvida…

Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
—Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo…

Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
—A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.

Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
—Aquí, en la cartera, llevo un documento que…

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

“Daría cualquier cosa porque nada te faltara.” Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
—Trato hecho. Sólo pongo una condición.

El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
—¿Qué condición?
—Me gustaría ver el final de la película —contesté.
—¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.

La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
—Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
—Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.

En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.

Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche.

Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:
—Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?

La mujer respondió lentamente:
—Tu alma vale más que todo eso, Daniel…

El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.

Echándome los brazos al cuello, me dijo:
—Pareces agitado.
—No, nada, es que…
—¿No te ha gustado la película?
—Sí, pero…

Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
—¿Es posible que te hayas dormido?

Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
—Es verdad, me he dormido.

Y luego, en son de disculpa, añadí:
—Tuve un sueño, y voy a contártelo.

Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

FIN





Friday, December 23, 2016

“MIENTRAS ESCRIBO”, DE STEPHEN KING


—por Alberto Hernández—

1.-
Tres prólogos para iniciar una larga caminata por el oficio que ha sido digerido durante años. Tres prólogos para comenzar a relatar su experiencia como escritor, sus inicios, sus cuentos y novelas, sus tropiezos y éxitos, sus recomendaciones. Total, “Mientras escribo” revela otra faceta de Stephen King: docente, maestro, consejero, íntimo y hasta paciente grave de un hospital.

¿Para qué sirve este libro? Como todos los libros sirve para agonizar. Digo, para saber de alguien que ha escrito mucho y que ha logrado, mientras escribe, el rechazo y luego el reconocimiento de un público que lo sigue y persigue. Sirve para que descarguemos algunas opiniones acerca de un hombre que vende muchos libros cuyas historias se convierten en películas. Sirve para quitarnos de encima muchos tabús, para deslastrarnos de ñoñerías sobre el hecho de escribir y ser vistos como escritores o como bichos raros. Sirve para reconocer que Stephen King es un hombre culto que se burla muchas veces de los académicos, pero que los respeta mientras él sigue su curso.

“Mientras escribo” es un largo peregrinar por una existencia en la que no han faltado las asperezas de quienes lo ven desde lejos como si se tratara de un vendedor de salchichas. Pero más, como un sujeto que escribe y no logra convencer a los muy adecuados narradores cuyos cánones mortifican a los menos asistidos como King. Asistido en tanto en cuanto escribe para divertirse, para saberse vivo, para inventar historias que a veces son truculentas como algunas vidas que lo son en verdad.

Luego de leer la extensa novela “22/11/63”, el libro sobre la muerte de Kennedy en la que un personaje atraviesa el tiempo e intenta evitar el magnicidio, se me quedó en la garganta el bocado del título que hoy frecuento: “Mientras escribo” era una obligación para algunas horas, para develar una suerte de misterio, para alejarme de la opinión a veces perversa de quienes no han leído a un sujeto pero sí consideran que el tipo es mediocre o falso, feo o cojo.

Me dio por hacerlo como me dio con Isabel Allende, a quien leí toda para convencerme de que es dueña de algunas novelas que sí formarán parte de la historia de la literatura latinoamericana. En este caso desecho totalmente al señor Coelho.

Y menciono a la chilena para decir que “Inés del alma mía” es una bella experiencia narrativa donde Isabel Suárez se convierte en la pasión de Pedro de Valdivia, uno de los grandes conquistadores y fundadores de Chile. Por esa y otras páginas de Allende la incluyo entre mis gustos. ¿Sabían ustedes que esta mujer había escrito una versión del “Zorro”, tan histórica como de ficción?

Así me está pasando con este “sangriento y aterrador” norteamericano llamado Stephen King. Sobre todo con estos dos libros: uno de ciencia-ficción donde la historia de un asesinato real es la médula narrativa, y el otro donde el escritor teoriza basado en su experiencia como hombre de letras, como profesor universitario, como creador de personajes e historias que han invadido las pantallas del mundo.

“Mientras escribo” podría servir de herramienta de trabajo para quienes quieran aprender a escribir viviendo, muriendo o soñando. O Para pasar unas horas conociendo el mundo de un tipo que escribe. Así de sencillo. Lo toma o lo deja, como todo.

Es una travesía animosa. Es una lectura feliz, alegre, honda, a veces, cotidiana y casera, otras. No deja de mencionar a quienes han construido teorías literarias o a los escritores que lo han influido.

Quien lea esta nota pensará —y lleva razón— de que estoy descubriendo una isla. Pues sí, ciertamente: es una isla como aquella que muchos venezolanos no han descubierto en “Cubagua” de Enrique Bernardo Núñez, salvando las distancias, toda vez que Núñez es el iniciador de una corriente anterior a Jorge Luis Borges y a muchos que han sido calificados de fundadores o creadores de técnicas o de edificios con peligrosos laberintos.

Pues bien, el señor King deja en los lectores un libro para leer mientras se escribe. Tampoco es que se me revuelva el alma y descosa mi admiración por Cervantes o por Guimaraes Rosa. O por Cabrera Infante, John Dos Passos, Onetti o Vargas Llosa. Por este último he recibido uno o dos insultos de alguien que supongo adora a Paulo Coelho.

2.-
Digo de tres prólogos: en uno habla de su afición por la música y del grupo de rock donde participa como guitarra rítmica. Y en el que se devana los sesos con la idea de lo que quería escribir acerca del tema de la escritura, de su forma de abordar la escritura, entre otros puntos. El segundo prólogo, mucho más corto, habla de la mucha paja que se escribe en los libros. Así lo dice, “paja” (imagino que la traducción no tiene nada que ver con nuestra paja criolla). Nombra el libro de William Strunk Jr., “The Elements of Style”, en el que una máxima lo dice todo: “Omitir palabras innecesarias”. Y el tercero, dedicado a su corrector Chuck Verrill, quien “siempre tiene razón”.

De ahí en adelante, el libro se abre con su “Curriculum vitae”, especie de autobiografía en la que destaca su acercamiento a ese silencioso oficio de inventar historias. Aunque todo el libro cuenta su vida. Su niñez, algunas aristas, etc. El nacimiento de “Carrie”. El rechazo de sus cuentos. La llegada a una meta. Cuentos publicados. Un tramo largo más adelante, un intertítulo: “¿Qué es escribir” y lo asume como “telepatía”. Los nervios, el entusiasmo, la esperanza y hasta la desesperación podrían ser manuales para escribir. “Todo es lícito mientras no se tome a la ligera. Repito: no hay que abordar la página en blanco a la ligera”.

“Caja de herramientas” habla de las palabras, de las que usa o no usa el escritor. Aconseja no ser tan farragoso. Habla de los escritores de estilo sencillo y poco rebuscado. Es decir, una tabla de consideraciones metidas en una caja de herramientas que heredó de su abuelo, claro, en términos hipotéticos, imaginados. Pero que sirve para trabajar. Un martillo podría ser una buena herramienta para romper una pared. Una palabra mal empleada podría tumbar un buen párrafo. No ser miembro del club de las afectaciones, de esa fineza que a veces hace que Proust sea difícil de ser abordado, más allá de que sea leído por quienes consideran que Proust debe ser leído. No hay objeción, pero siempre hay alguna.

En “Escribir” aconseja lo que muchos hacen en los talleres literarios: leer mucho y escribir mucho. Hacer ejercicios. Digamos que planas, como llamamos en nuestras aulas de clases. O lo hacíamos. Borradores. Pero sobre todo leer. Critica a quien tiene a Raymond Chandler como un escritor de segunda. Aunque admite algunos pequeños deslaves en el autor de novelas negras.

Pero el punto es leer mucho y escribir también mucho. Y evitar la voz pasiva, así como los adverbios de modo, entre otras tantas recomendaciones.

No deja de mencionar las tres patas de la mesa: la narración, la descripción y los diálogos. Abunda en ellos. Una clase magistral que podría convertirse en una clínica para no iniciados. Tiene a Harry Potter como una de sus lecturas, aunque al final deja colar una larga lista de libros que lo han influido, entre ellos los de la señora Rowling.

Y para casi finalizar: “Vivir”. Sí, vivir mucho, vivir a plenitud, hasta poner la vida en peligro. Vivir para respirar las novelas, para escribirlas. El hogar, la mujer, los hijos, los amigos, el mundo. Y un terrible accidente que casi lo mata. Es atropellado por una camioneta que le fractura casi todo el esqueleto. Pasa meses en terapia hasta que logra caminar de nuevo. Eso es vivir, para no morir, por supuesto. Deja para el final unas coletillas en las que muestra gráficamente las correcciones sobre lo ya escrito. Muestra borradores con tachaduras. Una suerte de taller que resume todo lo dicho anteriormente.

3.-
En conclusión: “Mientras escribo” es un libro autobiográfico. Un libro de aventuras personales, tan literarias como callejeras. Tan musicales como de viajes a editoriales que dejaban sus rechazos en papelitos que él luego coleccionaba. Y así ejemplos de autores que también pasaron por lo mismo.

Disfruté este libro de King más por la manera cómo lo escribió que por su contenido, porque lo afirmado por el conocido autor forma parte de las propias travesuras personales, tanto las logradas como las no logradas. Es una lectura, repito, feliz, alegre, con los arrebatos muy castizos del traductor.

Durante este viaje de 318 páginas aparecen los distintos títulos del autor de Maine: “Carrie”, “Misery”, “Saco de huesos”, “La larga marcha”, “Rabia”, “El fugitivo”, “El resplandor”, entre otros. Sin olvidar sus primeros cuentos publicados en diversas revistas.

Luego de que la medicina logró soldar sus huesos, King retomó la escritura.

Atrás, muy atrás, quedaron el alcohol y las drogas, pero esa es otra historia.









Sunday, December 4, 2016

LA ARAUCARIA —por Juan Carlos Onetti—


El padre Larsen bajó de la mula cuando esta se negó a trepar por la calle empinada del villorrio. Vestía una sotana que había sido negra y ahora se inclinaba decidida a un verde botella, hijo de los años y de la indiferencia. Continuó a pie, deteniéndose cada media cuadra para respirar con la boca entreabierta y diciéndose que debía dejar de fumar. Con la pequeña maleta negra que contenía lo necesario para salvar las almas que estaban a punto de apartarse del cuerpo y huir del sufrimiento y la inmediata podredumbre. No lo precedía un monaguillo con una campanilla, nadie agitaba una vinagrera, nadie rezaba, salvo él durante cada descanso.

La pequeña casa pintada de un sucio blanco estaba emparedada por otras dos, casi iguales, y las tres se abrían al camino de tierra dura por puertas hostiles y estrechas.

Le abrió un hombre de años indiscernibles, con alpargatas y bombachones blancos. Se persignó y dijo:

—Por aquí, padre.

Larsen sintió la frescura de la pieza encalada y casi olvidó el sol agresivo de las calles mal hechas.

Ahora estaba en una habitación pobre de muebles, en una cama matrimonial una mujer se retorcía y variaba del llanto a la risa desafiante. Después llegaron palabras, frases incomprensibles que atravesaban el silencio, la momentánea quietud del sol, buscando llegar a las sombras que se habían aproximado.
Un silencio, un mal olor persistente, y de pronto la mujer agonizante trató de levantar la cabeza; lloraba y reía. Se aquietó y dijo:

—Quiero saber si usted es cura.

Larsen paseó las manos por la sotana, para mostrarla, para saber él mismo que seguía enfundado en ella, Mostró al aire —porque ella tenía muy abiertos los ojos y solo miraba la pared blanca opuesta a su muerte— mostró estampas de bruscos colores desleídos, medallas pequeñas de plomo, achatadas por los años, serenas algunas, trágicas otras con desnudos corazones asomando exagerados en pechos abiertos.

Y de pronto la mujer gritó el principio de la confesión salvadora. El padre Larsen la recuerda así:

—Con mi hermano desde mis trece años, él era mayor, jodíamos toda la tarde de primavera y verano al lado de la acequia debajo de la araucaria y solo Dios sabe quién empezó o si nos vino la inspiración en conjunto. Y jodíamos y jodíamos porque, aunque tenga cara de santo, termina y vuelve y no se cansa nunca, y dígame qué más quería yo.

El hermano se apartó de la pared, dijo no con la cabeza y adelantó una mano hacia la boca de su hermana, pero el cura lo detuvo y susurró:

—Déjala mentir, deja que se alivie. Dios escucha y juzga.

Aquellas palabras habían agregado muy poco a su colección. Tenía ya varios incestos, inevitables en el poblacho despojado de hombres que se llevó la guerra o la miseria; pero tal vez ninguno tan tenaz y reiterado, casi matrimonial. Quería saber más y murmuró convincente: “es la vida, el mundo, la carne, hija mía”.

Ahora ella volvía a dilatar los ojos perdiéndose en la pausa protectora de la pared encalada. Volvió a reír y a llorar sin lágrimas como si llanto y risa fueran sonidos de palabras y graves confidencias. Larsen supo que no estaba moribunda ni se burlaba. Estaba loca y el hermano, si era el hermano, vigilaba su locura con una rígida cara de madera.

Equivocándose, ordenó padrenuestros y avemarías y, como en el pasado, vaciló con el viejo asco mientras se inclinaba para bendecir la cabeza de pelo húmedo y entreverado; no pudo ni quiso besarle la frente.

Oyó mientras salía guiado por el impasible hermano:

—Cuando otra vez me vaya a morir, lo llamo y le cuento lo del caballo y la sillita de ordeñar. Él me ayudó, pero nada.

En la calle, bajo la blancura empecinada del sol, la mula restregaba el hocico en las piedras buscando, en vano, mordiscar.

Al regreso, de retorno al corral, la bestia trotó dócil y apresurada mientras el padre Larsen, sin abrir el quitasol rojo, hacía balance de lo obtenido y aguardaba, esperanzado, a que llegara la segunda agonía de la mujer.

El padre Larsen buscó sin encontrar ninguna araucaria.

FIN


Originalmente publicado en Cuentos completos (Alfaguara), 1994.