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Saturday, November 12, 2016

EL AUTOBÚS DE LEONARD COHEN


—por Alberto Hernández—

1.-
Ayer salió de casa Leonard Cohen. Ayer se detuvo bajo un árbol. Cohen, el de “Aleluya”, el del sombrero, el de la nariz picuda, el de rodillas mientras susurraba su alma sobre el público.

Ayer salió con su paraguas y se detuvo bajo una sombra mientras esperaba el autobús.

No se enteró si alguna lluvia sería el próximo poema.
O la próxima canción hecha poema. O el poema que siempre fue canción.

Y lo oí cantar por última vez en la voz de un sacerdote, en las voces de Elvis, Il Divo. En las de unos ángeles que dormían en ese árbol desde donde Leonard sentía que su muerte estaba cerca.

Y así dijo para no olvidarse:

“Fui el último pasajero del día.
Estaba solo en el autobús.
Me sentía contento de que se estuvieran gastando tanto dinero
sólo para llevarme por la Octava Avenida arriba”.

Y se hizo a un lado cuando pasó la sombra de otro bus a toda velocidad y pujando su peso.

2.-
Alguien lo saludó desde la calle. Creo haberlo adivinado una vez en Montreal, ciudad a la que nunca he ido, pero digo que estuve en el sollozo de una mujer que amé y nunca me amó. En una calle sin nieve, en una calle de sol frío con el señor Cohen a la vista, mientras del cielo caía un relámpago helado.

Y él sacó la mano y sonrió, porque no le costaba mucho hacerlo. Reía y sonreía. Cantaba mientras hablaba. Mostraba su perfil con gran desempeño. Y en el descuido de un acorde, en un salto de llantas en esa rúa solitaria, se dirigió a un sujeto que llevaba el volante del armatoste metropolitano:

“¡Conductor! Grité, estamos usted y yo esta noche.
huyamos de esta gran ciudad
a una ciudad más pequeña más propia para el corazón,
conduzcamos más allá de las piscinas de Miami Beach,
usted en el asiento del conductor, yo varios asientos más atrás,
pero en las ciudades racistas cambiaremos de lugar
para mostrar lo bien que le ha ido arriba en el norte”,

Hizo una pausa para respirar el aire monótono de la ciudad. Y retomó el aliento con estos versos:

“y busquemos para nosotros alguna diminuta villa pesquera americana
en la Florida desconocida
y aparquemos justamente al borde de la arena,
un enorme autobús como una señal,
metálico, pintado, solitario,
con matrícula de Nueva York”.

Y terminó el poema de un tirón. De nada valió mirarlo de frente. Yo estaba a su lado, en silencio. Él hablaba, recitaba, cantaba el poema. Lo dejaba en la portezuela del bus estacionado en una playa de Los Ángeles, un poco antes de enrumbar a otro mundo, donde era menos pesado respirar como humano.

Y ese mismo día, un domingo, murió Allen Ginsberg.

Yo andaba por esos lados, sumido en un sueño interminable, con un periódico bajo el brazo.

Al abrigo de su mirada detenida en un nido de ruiseñores, el señor Cohen sacó de un bolsillo un lápiz y un trozo de papel.

Describió la calle, describió el universo. Y sonrió.

Me extendió la mano. Y yo exagerado la sacudí como una rama. Sin embargo, no se molestó. Volvió a sonreír. Se alejó lo más que pudo, hasta que sólo vi su gabardina azotada por un viento inmediato.

Unos tipos grandes y forzudos empujaron el bus hacia un recodo de la avenida.

Leonard Cohen silbó una canción y se fue. Se alejó y se detuvo bajo otra sombra.

Yo me quedé con la felicidad de su Aleluya bajo el mismo árbol de su poesía.





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