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Wednesday, April 8, 2015

LA TORRE DE LOS RECUERDOS de LYANE GUILLAUME


—por Alberto Hernández—


Lyane Guillaume.foto:vimeo.com
I

Las calles de Táuride y de Tver vaticinan los cambios, marcan las diferencias entre las distintas épocas que se instalaron en el silencio, en esa paz musgosa e inalterable cuando las noches se pegan aún de los muros de la torre Ivánov.

Pero la paz nunca tocó el perfil de Ana Ajmátova, uno de los fantasmas de esta historia. Stalin se encargó de hundir el puñal en la carne de su poesía, en el cuerpo borroso de su hijo, en la mirada perdida de su esposo. La muerte —entonces— fue esa paz. El crimen, la perfección de un sistema que todavía tiene seguidores a través de discursos abrasados por el odio.

(Acabo de descubrir a Lyane Guillaume, La torre de los recuerdos, editorial Diagonal, Barcelona, España, 2002, una escritora y profesora que ha pasado parte de su existencia en San Petersburgo y Moscú. Y la acabo de descubrir en una novela que dibuja la Rusia de comienzos del siglo XX).

II

Se trata de una lectura sin tropiezos. Capitulada según las agujas del reloj, con entradas y salidas de un diario que una tal Anastasia Borísnovna Dalmátov escribiera en sus tiempos de San Petersburgo, ambientado en la torre Ivánov, donde viviera Anastasia, nombrada Nastia, y que fuera heredado —el diario— por Luc Verdon, joven curioso que decide rescatar del olvido a quien por gracia y milagro invadió su existencia.

La paz, tan buscada, tan pisoteada. La paz, esa manera de encarar el optimismo. Para los personajes de esta novela la paz es el espejismo calcado por el piso empedrado de las páginas por donde se pasearon y pasean Grigori Yefívomich Novij, alias Rasputín, también conocido como Grishka; Diaguilev, Marc Chagall, Vladímir Maiakoswki, Elsa Troilet, Coco Chanel, Bakunin, Nina Berberova, Lavrenti Beria, Alexandre Blok, Ivan Buin, Isadora Duncan, Iliá Ehrenburg, Máximo Gorki, Vasili Kandinski, Alexandre Kerenski, Mijail Lérmontov, Anatoli Lunacharski, Osip Mandelstam, Filippo Marinetti, Meyerhold, Nabokov, Nijinski, Anna Pavlova, Pushkin y muchos más, quienes conforman el mundo de este imaginario donde se vuelca la señora Guillaume. Víctimas y verdugos. Artistas y bestias. Todos juntos en esta atmósfera donde el espanto tiene nombre y apellido.

foto:sgdl-auteurs.org
III

¿Qué es lo que nos atrae de esta novela? La muerte, definitivamente. La violencia practicada por los comisarios políticos, por los comisarios del pueblo contra artistas, trabajadores e investigadores. En estas hojas desconocidas nos topamos con el dolor, el exilio, la cárcel, el paredón, la burla, la humillación, todo practicado en nombre de una dictadura, de un proletariado que fue también víctima de discursos y acciones criminales, y que tuvieron su fin hace pocos años, sin necesidad de disparar un solo tiro.

La paz, asaltada por personajes oscuros, “salvadores” del mundo, mesías y profetas de verbos encendidos. La paz, esa formalidad que tiene en el poder su más artero “defensor”. La paz, comida por los bichos que se uniforman y pasean sus despojos sobre las instituciones y se mofan de la sensibilidad humana. La paz, usada por aquellos revolucionarios que mataron, violaron, asaltaron, despojaron y vejaron a críticos y adversarios. La paz, tan nombrada por el poder, tan ansiada por los pueblos.

¿En nombre de quién será la paz parte de nuestros agobios? ¿En nombre de cuántos hambrientos seremos parte de una reforma, de un progrom, suerte de kommunalka, techo colectivo donde la sarna y la podredumbre definen la desesperanza, la pérdida del nombre, la desaparición de las aspiraciones personales?

foto:sgdl-auteurs.org
IV

Cuando hayamos terminado de leer esta nota, el país que nos confunde, éste que decimos nuestro, que nos “entregan” en un logotipo, tendrá pocas horas para seguir cercano a nuestras libertades. La paz que nos ofrecen se acerca a un brasero. La paz que nos alcanzan tiene sabor amargo.

En este momento nos hacemos parte de aquella anónima Anastasia que dejó escrito el crimen, el hambre, el sufrimiento, el frío, la muerte propiciados por el padrecito Stalin, uno de los profetas prometedores de la paz.





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