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Thursday, January 1, 2015

Cuento: SANTA FE NORTE (De amores y domicilios) de ARNOLDO ROSAS (1960) Venezuela



¿Has tocado el timbre de mi casa? A veces no suena. Cosas de electricista aficionado. Lo instalé un fin de semana cualquiera, hace tiempo atrás. En general cumple su función, pero, de pronto, echa chispas y nos deja a oscuras; otras se dispara solo; otras tantas no suena.

Uno de estos días, Carmen, mi esposa, cansada, contratará a un profesional para solventar el problema; mientras, tendremos este detalle irregular que de alguna manera nos recuerda que sólo Dios es perfecto.

Punto curioso, se me olvidaba decir, nadie aún se ha quedado afuera esperando ser recibido. Suene o no el timbre, alguno de nosotros abre la puerta y recibe al visitante. Como si los cortos circuitos lo conectaran a nuestros corazones para decir al unísono:

—¡Bienvenidos, pasen adelante!

La sala muestra al azar lugares visitados: solo, en pareja, en familia. Costa Rica enlaza a India, y Perú conecta con Chéster, Cheshire. Pakistán sirve de apoyo a Fort Worth, Texas; y Tintorero brinda sombra a Tigre, Argentina. Sao Paulo, junto a Fráncfort, acompaña a República Dominicana en la pared frontal. La Guajira apoltrona un licor jamaiquino… ¡Veleros de Panamá! ¡Tallas del Ecuador! ¡Caracoles de la Margarita! ¡Artesanías de Paipa! ¡Autobuses londinenses! ¡Sillas de Falcón! ¡Molinos de Holanda! ¡Cerámica romana! ¡Cerámica española! ¡Cerámica francesa!: ¡Rueguen por nosotros!

En la mesa del centro: fotos. Muchas fotos para Daniela, mi hija, cronista privado y familiar. Las colecciona, las clasifica, elabora collages, arma árboles genealógicos llenos de afectos. No en balde estudia Comunicación Social. Difundirá nuestras historias como chismes de pequeños burgueses al margen de cualquier grandeza que nadie quiere, que nadie busca. Nada más allá de ese día de playa, de ese bautizo, de esa primera comunión, de ese acto académico, de ese matrimonio, de ese otro bautizo, de esa otra primera comunión, de ese otro acto académico, de ese otro matrimonio, de ese otro día de playa... Todos tan parecidos, donde sólo el tiempo y la calidad de la foto cambian. ¡Ah jueguito el tuyo, Daniela querida! ¡Coleccionar un álbum con puros cromos repetidos!

Ese gallo de madera, obsequio de mi compadre Carlos —el que está al lado del equipo de sonido, sobre el libro naranja que me regaló Claudia, mi cuñada— desconoce su naturaleza. Rechaza su condición inanimada y, a los primeros rayos de sol, nos despierta consistentemente con un canto portentoso y electrizante.

Andrés Ignacio, mi hijo menor, ha intentado servirle de terapista, de psicólogo:
—Eres un adorno —le dice—. Tú no cantas, sólo estás y embelleces.

Pero no hay modo: Inmutable, continúa el rito matutino, sin alzar un ala, sin abrir el pico, sin levantar vuelo, con el canto claro y fuerte del que se sabe poderoso.

Al final de cuentas, reflexiona Andrés Ignacio, mejor así:
—¡Siempre estoy puntual en la escuela!

Arnoldo Rosas.foto:letralia.com
Mi rincón, tú rincón, nuestro rincón. Mi espacio tiene nombre y un cuadro colorido con una sartén y un pescado frito, y música de toda índole: jazz, folklórica, popular, balada, ranchera, tango, rock... Para que escuchemos lo que te gusta mientras conversamos y bebemos algo que anime la charla en este sofá-cama donde me arrincono y pienso y recuerdo e imagino y me fugo y me apersono y me confronto y me conforto: Mi rincón.

Pero este sofá-cama también es nuestro hotel para visitantes. Servicio cinco estrellas para hermanos, primos y compadres; viajeros todos que buscan este refugio en las no tan deseadas visitas a la capital.

Se abre en la noche y se arregla con sábanas limpias y un par de caramelos sobre la almohada como toque de cariño y picardía que Carmen le pone.

Se guarda en la mañana mientras el ocupante disfruta un café después del baño.
¡Tanto esmero y nunca una propina!

¿Qué te ofrezco? Un licorcito siempre es bienvenido para matizar la conversa. Aprendí de un conocido, un compañero de trabajo, a tener la mayor variedad posible de licores para ofrecer. Es como de mal gusto decir “de eso no tengo”, decía. Retaba al visitante a solicitarle algo que no tuviera en la despensa de su bar, por tipo o, incluso, por marca. Nunca lo vi perder el reto. ¿Lo extraordinario? Era abstemio. Sólo agua, jugos y refrescos bebía.

Del resto de la familia qué te cuento:
Nairobi, mi hermana, nos visitó en algún momento memorable: un bautizo, una primera comunión, un aniversario importante...

Papá murió, era hora...
Mamá no recuerda nada, sólo el olvido, el olvido, el olvido...

Fiel creyente de que la vida es sueño, Jesús Rafael, mi hijo mayor, duerme.

Ha perfeccionado este arte. Duerme de día y no se desvela de noche. Duerme y come Jesús Rafael. Come y duerme Jesús Rafael. Día y noche, duerme Jesús Rafael.

Para hablar con él, saber de él, estar con él, he contratado los servicios de un famoso hipnotista.
En la profundidad de la inducción, todos reunidos en familia, vamos de paseo a los lugares adonde Jesús Rafael nos conduce.

Ahora lo entendemos.
Ninguno de nosotros quiere despertar.

Daniela tiene un sueño recurrente. Un espacio blanco irradiante, sin sombras, sin matices de color, sin sonidos. Sólo una silla blanca en el centro.

De pronto, alguien de la familia está sentado allí: sin hablar, tenso, con el torso erguido, las manos en el regazo, las piernas rectas, la vista al frente, inexpresivo.

Cada vez es alguien distinto. Primero el abuelo Agustín, después el abuelo Charo, la abuela Carmen, la tía Marichu...

Nos queda claro. Al contrario de ciertas películas con elencos fuera de serie, en los créditos del sueño, iremos desfilando por la silla en orden de desaparición...

En algún descuido mío, la casa se nos convirtió en un zoológico: peces de pelea, periquitos australianos, canarios mustios, hámsteres atolondrados, tortugas coprófagas, perros insaciables... Gracias a Dios, ya estamos de regreso. A fuerza de indolencia se nos fueron muriendo. Sólo el Chespi y una pecera vacía nos quedan.

Chespi, la mascota de Daniela, se orina por doquier. A orines de perro va oliendo íntegro el espacio. Ciertos días el hedor se siente desde afuera.

Lidis, la señora de servicio, persigue el olor con cloro, desinfectantes y aromatizadores asperjables en franca competencia con la vejiga del animal. ¿Quién ganará? Apostamos, aún a conciencia de conocer la respuesta. A estas alturas, ¿quién desconoce las Leyes de la Termodinámica?

Lidis va y viene a lo largo del año. Toma trimestres sabáticos sin aviso ni protesta. Viajes a su terruño, quizá para renovar el acento, para ver a los hijos, para gastar los ahorros.

Carmen le hace la suplencia con un ahínco increíble, para descubrir y redescubrir que nadie cuida o limpia como uno y que definitivamente no vale la pena pagar lo que se paga.

Pero Lidis siempre regresa y la recibimos como si nada: vagabundos que somos, caradura que somos...
Por algo lo dicen: ¡La confianza da asco!

También tenemos un fantasma. No huye a ensalmos, ni a dientes de ajo, ni a pencas de sábila, ni a velas benditas que alumbran en la noche. Fantasma valiente y colaborador: tiende alfombras al paso de la aspiradora y recoge vasos sucios olvidados en las habitaciones. Pocos, ajenos a nosotros, lo han visto. Nadie se asusta. Ventajas de la ciudad: ¡Fantasmas mansos entre tanto vivo pendenciero!

¿El baño?
Como en cualquier bar, al final del pasillo, a la izquierda.

foto:mylibreto.com
Disculpa el desorden. Tú sabes, tres adolescentes se turnan su uso. Por más que Carmen y Lidis luchen, persigan, acosen; no hay manera de que se pierda el aire de campo de batalla...

Eso sí, ¡limpio y con aromas de popurrí!

Tres adolescentes que van restringiendo nuestros espacios y se van apoderando inmisericordes de cada centímetro, de cada molécula de oxígeno y dejan sus huellas sin intención alguna de encubrirlas, dueños absolutos, amos del universo...

¿Por qué destendieron mi cama? ¿Quién me cambió el canal del televisor? ¿Dónde está mi camisa? ¿Alguien se llevó mi libro? ¿Por qué me prendieron la computadora? ¿Han visto mi cepillo para el pelo? ¡Daniela, ¿tienes mis botines?! ¡Andrés Ignacio, ¿te acabaste mi cereal?! ¡Jesús Rafael, ¿tienes mi almohada?! Nos escuchas a diario, clamando en el desierto...

Como a los ositos aquellos, Ricitos de Oro ha venido a visitarnos... ¡Gracias al Cielo! ¡Ojalá hubieses venido entonces!

Pero alguien nos recordó las quimeras, las utopías, las libertades, los derechos... Salimos a buscarlos con sonrisas, con cantos, con esperanzas, por las calles... Sin embargo, los Gobiernos no tienen madres, no tienen hijos, no tienen hermanos, no tienen amores... Sólo botas, peinillas, bombas lacrimógenas, perdigones, metralletas tienen... Allá quedó el asfalto, el concreto, rojo, rojito de sangre nuestra, y acá esta soledad terrible de espacios vacíos...

Mantel con migas. Servilletas arrugadas. Cenicero sucio. Vasos con posos. Hielera con agua. Lavaplatos atestado. Sillas desordenadas... Botones abiertos. Párpados caídos...

Un último café.
¡Vuelve cuando quieras!
Apago la luz.
Amén.


  
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De amores y domicilios Arnoldo Rosas©; Copyright© FB Libros C.A. Caracas (noviembre 2014); @FBlibros/@libreros; www.fblibros.com




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