—por Francisco Arévalo—
El poeta venezolano Alberto Hernández
(foto, Alberto H. Cobo)
Dentro del panorama
de la literatura venezolana, si hay un protagonista que se ha ganado mi respeto
y admiración ese es el poeta calaboceño Alberto Hernández (25-10-1952).
Nuestra amistad ya bordea las tres décadas; nos presentó Harry Almela, el poeta que vivía frente a la plaza de toros de Maracay, quien es motivo para escribir una novela con pasta cinematográfica, pero eso es otro tema.
En Alberto siempre he admirado su humor y su don de gente infinito, al punto de decir que quien se incordie o hable en términos oxidados del poeta, o no lo conoce o lo envidia de manera infeliz, ordinaria. Alberto es un caballero en mayúscula y lo digo con experiencia añejada. Podremos estar en desacuerdo, pero eso no rompe el envase donde reposa nuestra hermandad; además gracias a él heredé dos personajes: exquisitos editores, hombres de teatro, poetas y sobre todo amigos: José Ygnacio Ochoa y Juan Martins.
Esto que escribo, más que una nota de su más reciente publicación, es un reconocimiento a alguien que ha demostrado un compromiso férreo con el arte, con la poesía y con nuestro idioma. Todavía guardo recuerdo cuando me obsequió su hermoso texto El poema de la ciudad (2003), libro que me quedó como un registro impecable de cómo se le canta con tono más allá de todo a una urbe, con sus orígenes, sus personajes y eventos que levantan su registro histórico con poesía.
Alberto, aparte de pedagogo, es periodista, de oficio y principio. Dedicó parte importante de su vida al diarismo cultural, esa manera especial de relacionarse con lo excepcional de la vida, porque eso es hacer periodismo cultural, un avistamiento a lo sublime tratando de no ser agredido por la cotidianidad que está embadurnada de circo deportivo, el pulso de nuestra mediocre política y la tragedia y violencia de la calle palpitante de oscuridad.
Tiene en su haber una novela que se alzó con el Premio Transgenérico de la Fundación de la Cultura Urbana en el 2017, se trata de El nervio poético, por mencionar uno de los más recientes y que, por cierto, vale la pena resaltar, es un homenaje a dos poetas fundamentales en la poesía venezolana: Eugenio Montejo y Pepe Barroeta. Creo que estamos ante una novela original, única.
Excepcional padre y mejor hijo, eso lo hace un personaje con una capacidad infinita de dejar una impronta en el problemático y nada santo panorama creador de la literatura venezolana, abundante de sicópatas menores disfrazados y otras estupideces. De otro orden son los narcisos integrales que, lejos de ser motivo de algo son la esencia de la nada; no persiguen molinos de vientos sino espacios dentro de vitrinas de vanidades y relaciones públicas vacías.
Nuestro poeta es académico de la lengua y eso por supuesto lo hace más cercano con el país real, que hemos visto como hasta el idioma lo hemos convertido en señas groseras en ese laberinto oscuro de lo que llaman los sicólogos y sociólogos «dinámica social».
Alberto irrumpe una vez más con esta publicación cuyo título nos dice mucho, Los malos pensamientos (ediciones Prada Escuela, Nueva Esparta, 2025). Provocativo título que no deja de lado su intención. Aquí el poeta se sumerge en las aguas del aforismo con maestría. Estamos hablando de un hombre pensando en voz alta, aborda desde lo más insignificante de la vida hasta el vértice, esas líneas que nos definen los remolinos del vórtice que está implícito en ver más allá del ojo común, del trajín cotidiano con lo que vamos construyendo nuestra episteme.
Alberto Hernández es un provocador elegante que sabe las claves y arcanos de nuestra lengua, los movimientos de ese animal que come y defeca en las narices de esta asfixiante postverdad que nos aturde en medio de la nada. Creo que Los malos pensamientos nos restriega en la cara que nunca se había mentido tanto como por estos días, nunca la duda vulgar se había colocado en primeros planos; hablamos de la vulgarización de la duda, porque ya hablamos de los principios con lo que se construye la episteme, eso es la duda saludable como arsenal, como pilar fundamental del conocimiento.
Los malos pensamientos es un libro construido con ironía, lo que nos lleva al campo del conocimiento ilustrado, sólo los sabios saben de ironías y del humor negro que se fragua como recurso terapéutico en medio de esta estafa enfundada en relación social.
Para terminar, a mí Alberto me recuerda al periodista y novelista catalán Josep Plá, su carácter y amabilidad denotan una felicidad que se ha desprendido totalmente de la envidia y ha descubierto que el éxito radica en la nada. Eso condensa a Los malos pensamientos.