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Saturday, May 31, 2014

Bagatela nietzscheana

—por Valmore Muñoz Arteaga[1]—

Estoy trabajando en un ensayo cuyo tema central es la relación entre Nietzsche y Wagner. En el ensayo deambulo de manera imprecisa sobre la idea de lo vital que fue el compositor en la vida del pensador alemán. Más importante que la propia relación que sostuvo con Lou Andrea von Salomé. Por cierto, mujer poderosa que sometió el corazón de Nietzsche con mayor virulencia de lo que pudo hacerlo Cósima Wagner. Dos mujeres que lo hicieron sufrir profundamente por amor. Se me antoja pensar que ambas mujeres fueron la venganza de Hegel. Nietzsche quedó atrapado dentro de las vicisitudes de la relación entre amo (Salomé y Cósima) y esclavo.

¿Qué es lo que deseas? Parece preguntarle desde la bruma eterna el viejo Hegel a Nietzsche. ¿Qué es lo que deseas? ¿Una historia? ¿Tu historia acaso? Hasta acá sube –¿o baja?– el aroma brutal de tu conciencia deseante. Aquí puedo sentir la calidez de su respiración. Fuelle de tu virtud. Ánimo impoluto de tu voluntad. Tu consuelo solemne. Sobre ella crece tu desierto, ese desierto que no has podido ocultar. Que asoma su calor y su aridez por tu bigote. Salomé y Cósima, sí, esas dos olas blancas que chocan irrespetuosamente contra la dureza quebradiza de tu lascivia. Entregado, entusiasmado, arrebatado orgullosamente en tu prisión. ¿Qué deseas, pequeño? Deseas tu deseo y tu deseo es el reconocimiento. Quieres ser reconocido como poder mítico de la vida. Quieres ser reconocido como la alianza sagrada entre los hombres, como rasgadura en el velo de Maya. Quieres que así te reconozcan esos dos animales humanos, pero has equivocado el camino. Te volviste dependiente. Olvidaste tu propio látigo. Tu palabra se hizo espeso líquido donde te disolviste solo. Ellas decidieron su rumbo. Tú decidiste matar a Dios por no poder matarte.

Nietzsche, portador confeso del Übermensch –Superhombre– no fue más que una conciencia frágil frente a la infinita fortaleza de estas dos mujeres. Sartre diría que, desde esta óptica, Nietzsche, justamente por esa fragilidad, terminó amando más a estas mujeres de lo que ellas pudieron haberlo amado. Esa conciencia frágil, débil, terminó sometida sensiblemente a estas dos mujeres. Y sí, claro, Nietzsche, pobre Nietzsche, débil y malogrado, termina cumpliendo con el dictamen de su propio pensamiento: pereció. Creo que sí, creo que se puede morir de amor puesto que, así lo creo, en ese momento, en ese instante infinito y eterno, el Yo queda totalmente en banca rota, abrumado, descompuesto, triturado, asfixiado entre recuerdos –reales y ficticios– que van afianzando más los pasos de la muerte, pero no la muerte física o biológica, hablo de otra muerte, una peor. Esa muerte que nos deja vivos, con la piel tan sensible que todo duele y ese dolor parece que va fundando otras comunidades en el cuerpo en cuya fuente parece nacer otro ser. Por eso, escribe Nietzsche en algún diario, me entrego a la fuerza disolvente de lo dionisiaco, me vuelvo grieta que cobra conciencia ahora frente al abismo. Esta soledad es un mar eterno, un tejer cambiante, un vivir ardiente que arde, quema. ¿Sobre qué parece sostenerse el Superhombre nietzscheano? Sobre la nada infinita a la que nos obliga el amor ausente.

El amor te ahogó el rugido, ese rugido moral que pretendiste lanzar ante las hijas del desierto. El amor te transformó en la sombra de un cuerpo descarnado, poseído por un dios desconocido. Pudiste con los múltiples espíritus peligrosos y extraños, con todos menos con uno. El amor, el brutal amor, te alejó de la conciencia de sus peligros. Ese sentimiento que, como sintió Baudelaire, te vuelve herida y cuchillo, bofetada y mejilla, víctima y verdugo. Sentimiento encarnado en Salomé y Cósima que nos condena siempre a una muerte prematura. Esta muerte desorientadora que desencadena al sol de la tierra. ¿Hacia dónde movernos ahora? ¿Cómo vivir dentro de esta incertidumbre de no saber si caemos realmente? ¿No saber si erramos como a través de una nada infinita? ¿Cómo pudiste soportar la vida así?

Bebiste del elixir wagneriano para cortar con las cosas del mundo, pero te envenenó. Te abrió los ojos a los ditirambos de Dioniso inflamándolos de lágrimas celestes y gotas de rocío. Te abrió los ojos para transformarte en bufón, en poeta, en ¿pretendiente de la verdad? Todas llevaron un nombre. Todas fueron Isolda. Isolda que dulce y tierna sonríe para hacernos resplandecer cada vez más luminosos. Nos inflama el corazón animoso con augustos suspiros y de cuyos labios, deleitosos y suaves, fluye un hálito puro. Escuchamos esa voz llena de maravillosa suavidad colocando sobre nuestros labios las palabras que nos sostienen la vida. ¿Y ahora, Federico? ¿A qué cosa aferrarse cuando esa voz se apaga luego de nombrar al mundo desde ella?



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[1] Maracaibo, Zulia, Venezuela. Profesor en la Universidad Católica Cecilio Acosta. MSc. En Filosofía.




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