M u l t i n a t i o n a l - B l o g - o f - A r t - a n d - L i t e r a t u r e - f r o m - D e n v e r

Saturday, June 29, 2013

How to be a great writer by Charles Bukowski (1920, Andernach, Germany - 1994, San Pedro, California)

you've got to fuck a great many women
beautiful women
and write a few decent love poems.

and don't worry about age
and / or freshly-arrived talents.

just drink more beer
more and more beer

and attend the racetrack at least once a 
week

and win
if possible.

learning to win is hard-
any slob can be a good loser.

and don't forget your Brahms
and your Bach and your
beer.

don't overexercise.

sleep until noon.

avoid credit cards
or paying for anything on
time.

remember that there isn't a piece of ass
in this world worth over $50
(in 1977).


and if you have the ability to love
love yourself first
but always be aware of the possibility of
total defeat
whether the reason for that defeat
seems right or wrong-

an early taste of death is not necessarily
a bad thing.

stay out of churches and bars and museums,
and like the spider be
patient-
time is everybody's cross,
plus
exile
defeat
treachery

all that dross.

stay with the beer.

beer is continous blood.

a continous lover.

get a large typewriter
and as the footsteps go up and down
outside your window

hit that thing
hit it hard

make it a heavyweight fight

make it the bull when he first charges in


and remember the old dogs
who fought so well:
Hemingway, Celine, Dostoevsky, Hamsun.

if you think they didn't go crazy
in tiny rooms
just like you're doing now

without women
without food
without hope

then you're not ready.

drink more beer.
there's time.
and if there's not
that's all right
too.




Sunday, June 23, 2013

Masahito Kawashima: Camino de flor (Aventuras y desventuras de un inmigrante japonés)

—por Gregory Zambrano—

Masahito Kawashima autor de Camino de flor
Foto: Silvia González
Los libros y el azar

Hace un tiempo, escudriñando en una biblioteca ajena encontré un libro que llamó mi atención: Camino de flor. En la nota de contraportada se decía que en sus páginas  se encontraba una “amplia visión del coraje, la fuerza y la determinación que se necesitan para salir adelante y exitosos en las circunstancias más adversas”.

Comencé a leerlo imantado por la sinceridad del testimonio, por la franqueza del lenguaje y por esa fuerza que tienen los que han vivido experiencias límite y quieren dejar su impronta. Así fue que me atrapó la historia de Masahito Kawashima, un japonés que decidió migrar a los diecinueve años.

Me adentré en las páginas y fui atando los hilos de una madeja  que mostraba paso a paso una historia de vida y, sobre todo, la transformación de una persona escindida entre dos espacios geográficos tan distantes como diferentes: Japón y Argentina.

Camino de flor es, sobre todo, un testimonio que puede leerse como un relato de aventuras. Pero también es la voz de un sobreviviente para quien la vida sólo tiene sentido en la medida en que se puedan seguir los impulsos del corazón, así esto conlleve al sacrificio, al silencio, a la posibilidad de la derrota.

Panorama actual del puerto de Yokohama
Foto: Gregory Zambrano
El lector y el autor

Una tarde compartía en un café con una amiga, y por una de esas casualidades, apareció el nombre de Masahito Kawashima en la conversación, pues mi amiga lo conocía. Ese hecho fortuito me permitió poco después conocer al autor del libro que acababa de leer. Luego, comenzamos un diálogo que se ha convertido en agradables tertulias. Gracias a ello, he podido enterarme de otros detalles que rodearon la decisión de aquel joven de diecinueve años, cuando apenas terminaba sus estudios preparatorios y quería asomarse al mundo.

Entonces Kawashima no sabía nada acerca de la lengua castellana, ni de la vida en América Latina y sin embargo, se alistó en una aventura de navegación que le llevaría, durante cuarenta y dos días, desde el puerto de Yokohama hasta Buenos Aires.

A bordo del “Argentina-maru”, partió junto a un grupo de jóvenes que como él querían un futuro distinto al que le aguardaba en el Japón de la posguerra, entonces agobiado por el desempleo y las carencias materiales.

Como todo comienzo, una vez que llegó a su destino, nada fue fácil. Como aprendiz debió acostumbrarse a las extenuantes jornadas de trabajo a pleno sol en el cultivo de las flores. Aprendió junto a las primeras palabras del nuevo idioma, los principios  de la convivencia entre peones y caporales; pero, sobre todo, empezó a entender una visión del mundo y unos principios del trabajo completamente ajenos a los suyos.

A los diecinueve años, lo que sí tenía era un abundante deseo de superación, y sobre todo, la imponente determinación de seguir sus sueños. Así fue como decidió aprender de la cultura y del idioma del país que lo acogía. Se inscribió en la escuela nocturna para la cual tenía que trasladarse varios kilómetros caminando cuando no encontraba quien le diera un “aventón”. No le vencía el cansancio de una jornada extenuante, que se repetía un día y otro en la dura faena de horadar la tierra. Entonces el cultivo de flores en Argentina era un negocio próspero. Ese primer trabajo le abrió un conjunto de posibilidades que en ese momento no tenían sus padres que, como tantos japoneses, se habían quedado a la intemperie luego de la derrota de su país en la guerra que terminó en 1945 con las explosiones atómicas.

El "Argentina-Maru" hizo la travesía entre 1958 y 1971
®Museu Histórico da Imigração Japonesa do Brasil
Comienzo de la travesía

Su padre había migrado a China, donde entonces se encontraban más de dos millones de japoneses, que fueron obligados a regresar a  Japón después de la guerra. En aquel país había nacido Masahito, segundo varón y tercero de cinco hermanos. En Japón la nacionalidad de los padres determina la de los hijos y no el lugar de nacimiento. Su padre también había salido de Japón con la esperanza de hacer fortuna y ahora regresaba con una familia recién formada, obligado no solo por la derrota militar y política de su país, sino también por la derrota moral que le dejó “vencido espiritualmente”. Esto le impidió recuperar  la fuerza para el trabajo y el ímpetu para emprender. Por ello su madre tuvo que asumir el reto de levantar los hijos, echar las raíces de la familia repatriada y aprender un oficio: comenzó a pescar y vender conchas marinas en la zona de Inage, prefectura de Chiba, contigua a Tokio.

En ese entorno creció Masahito, quien pudo hacer sus estudios primarios y secundarios gracias al esfuerzo de su madre. El joven Kawashima se destacó como deportista y buen estudiante e ingresó a la escuela preparatoria de Inage, la mejor de la zona, pero consciente de que le sería muy difícil seguir los estudios universitarios debido a las carencias económicas de la familia.

Se enteró de que algunos jóvenes se estaban preparando para salir de Japón a probar suerte en otros países. Entre las opciones que tenía  estaba la de tomar un curso intensivo durante tres meses para aprender algunas técnicas de la agricultura y poder viajar a la Argentina, donde necesitaban mano de obra para el campo.

Pero también probó su resistencia física, haciendo un viaje a pie desde Chiba hasta Hakone, unos doscientos kilómetros, pasando por Tokio. No llevaba dinero y debía sobrevivir por su cuenta, con apenas tres onigiri (bolas de arroz) como sustento. El viaje duró una semana, durmió prácticamente a la intemperie y fue no sólo una prueba para su fortaleza física sino también para acerar la entereza de su voluntad, lo cual le confirmó que su destino estaba escrito. Al caminar por la zona montañosa de Hakone, cuenta, “podía ver cómo el Monte Fuji mostraba su belleza espléndida y me pareció estar festejando mi futuro”.

El largo recorrido del buque “Argentina–maru” le permitió conocer algunos puntos de la escala: Los Ángeles (en un tour que le costó catorce dólares pudo visitar el barrio chino, el teatro y la lujosa zona de Beverly Hills); en el canal de Panamá vio hermosas chicas en bikini que llamaron su atención; al igual le impresionaron La Guaira y la ciudad de Caracas, donde notó que había “muchas señoritas de ojos oscuros”. Así va contando los pormenores de las escalas que el barco hizo en Curazao, Belén, Río de Janeiro, Santos y, finalmente, Buenos Aires.

El "Argentina-Maru", Museo de la migración
japonesa (JICA), Yokohama
Foto: Gregory Zambrano
Las flores muestran el camino

La aventura del viaje, no exento de peripecias, es la antesala a lo que le esperaba  en la finca “Tokashiki”, donde pasó los primeros tres meses. Fueron días de trabajo y aprendizajes acelerados. Allí supo el significado de las primeras palabras que aprendió en español: la expresión “de sol a sol”, en relación con las faenas del campo.

Para entonces, en 1965, Argentina tenía una población de veinticinco millones de habitantes, en un territorio que es unas ocho veces más grande que Japón; allí vivían unos treinta mil descendientes de japoneses, de los cuales la mayoría se dedicaba a la floricultura.

El primer inmigrante japonés floricultor fue el profesor Seizo Itoh, procedente de la Escuela de Agricultura de Sapporo, en 1910. Itoh se instaló en la provincia de La Pampa donde adquirió una estancia en la que luego recibió inmigrantes. Los registros de inmigración anotan que el primer descendiente del que se tenga noticia, Seicho Arakaki, nació en 1911, formalmente el primer nisei argentino, hijo de okinawenses. Poco después, otra porción de inmigrantes se dedicó al oficio de las tintorerías, que también resultó ser un negocio lucrativo.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los precios del trigo y de la carne de res tuvieron un repunte que demandó de Argentina casi toda su producción, lo que se tradujo en una bonanza económica que posibilitó la inversión en la obra pública: avenidas, calles, edificios; expansión del metro de Buenos Aires, que comenzó a funcionar en 1913 y solo había desarrollado tres líneas; luego llegó una fuerte inmigración italiana, auspiciada por el primer gobierno de Juan Domingo Perón, descendiente de italianos.

Todos estos factores ayudaron a reimpulsar la vida nacional. La riqueza también se manifestaba en la demanda de flores. Flores para toda ocasión: fiestas, adornos, obsequios, todo esto hizo que los inmigrante japoneses vieran en ese rubro un gran negocio, que duró hasta que sobrevinieron otras necesidades y las flores comenzaron a tornarse un lujo.

Después de muchos avatares y varios episodios frustrantes, Masahito Kawashima pudo seguir sus labores en otra plantación florícola, la finca “Tanimura”, pero no encontraba lo que deseaba, que consistía en juntar el dinero suficiente para independizarse e iniciar su propio trabajo. Así probó suerte alistándose como grumete en un pequeño barco camaronero, pero no se acostumbró a los vaivenes de la embarcación y a los severos mareos por lo cual retomó sus labores en la floricultura. Luego se trasladó a la finca “Ebi”, en Mar del Plata, donde pudo acordar el trabajo como medianero, es decir, utilizar el terreno de otro propietario para encargarse de la siembra para después repartir el producto de lo cosechado.

Eso le resultó una mejor opción que lo llevó a dar un primer paso tras su sueño de hacerse propietario. Andando el tiempo y gracias a diversos sacrificios, logró por fin reunir lo suficiente para comparar un pequeño lote de terreo y comenzar la labor independiente. Poco después su hermano Hiroshi siguió sus pasos y llegó a Argentina, pero él no tenía vocación para el trabajo de la tierra. Lo suyo eran las artes marciales, especialmente el judo, lo que le permitió prontamente y gracias a ciertas peripecias azarosas convertirse en instructor de judo y ganar dinero con lo que era su afición.

Cuando la venta de flores comenzó a decaer y Masahito pensó en buscar otras opciones. Fue con su hermano a recorrer Buenos Aires y la dinámica de la capital los atrajo de tal manera que al poco tiempo decidieron dejar el campo, el judo y el trabajo con las flores.  Masahito provechó para contactar con algunos japoneses que había conocido en distintas circunstancias. Así fue como logró emplearse como  vendedor de baterías de la marca “Hitachi”, que se abría espacio en el mercado argentino, mientras que Hiroshi se las arreglaba en una empresa de comercio exterior.

Cinco años después Masahito decidió regresar a Japón, dejándole a Hiroshi la responsabilidad de vender el lote de terreno. Todo lo que había podido ahorrar con su trabajo de cinco años lo invirtió en el boleto de retorno.

Hogar en tránsito

Luego del reencuentro familiar en Inage, comenzó a desempeñar otros oficios, como vendedor de perlas, guía de turistas latinoamericanos, y fue contratado como intérprete de una delegación deportiva que acompañaba a un campeón mexicano de boxeo. El modo de ser de los mexicanos era contrastante con lo que había aprendido de la idiosincrasia argentina, y eso le llamó mucho la atención. Quería emprender una nueva aventura y decidió aprender el arte de la digitopuntura (shiatsu).

Poco después decidió ir a México. Antes pasó por Los Ángeles a donde su hermano Hiroshi se había trasladado, una vez que se cansó de la vida argentina y vendió el lote de terreno que su hermano le había dejado a cargo. En Los Ángeles Masahito se quedó un tiempo, allí fue chofer de ricachones y vivió experiencias fuertes con personajes excéntricos vinculados al espectáculo; también conoció a sujetos inexplicables que vivían la vorágine hippie. No logró asirse a ese mundo de derroche y banalidad. Entonces decidió proseguir su plan. Hizo el viaje hasta la Ciudad de México, en autobús, durante tres días. Luego de visitar a sus antiguos clientes mexicanos y conocer el entorno capitalino, decidió seguir hacia Argentina con la idea de aplicar allí las técnicas de la digitopuntura recientemente adquiridas.

En Buenos Aires permaneció trabajando por un tiempo corto, aunque logró una buena clientela las cosas habían cambiado y no se sintió a gusto, por lo que de nuevo retornó a Japón. Continuó con su labor en una empresa de turismo, mientras pudo optar a un curso del Ministerio de Relaciones Exteriores de Japón que preparaba personal auxiliar para las embajadas. Esa experiencia lo llevó de nuevo a México, a trabajar en la embajada japonesa. Allí vivió divertidas aventuras, presenció hechos de violencia, tuvo un accidente de automóvil que pudo haberle costado la vida y conoció a Michiru Ohnishi, proveniente de la prefectura de Aichi, con quien se casó. Cuando terminó su trabajo en la embajada, prosiguió como guía de turismo y eventualmente organizador de peleas de boxeo. En México nació su primer hijo, Daichi. Luego se trasladó con su familia a Guadalajara, donde trabajó como administrador de una taquería y vivió las angustias del terremoto que azotó la Ciudad de México,  en septiembre de 1985.

Volvió a Japón en varias oportunidades, siempre en plan de guía de turistas, recorrió los lugares más emblemáticos de su país parar mostrarlo con orgullo a los visitantes. En el ir y venir de México a Japón vivió otras muchas peripecias, todas fueron para él formas de aprendizaje. Antes de cerrar su testimonio, dice metafóricamente: “Lo que más necesitamos en Japón es el corazón. La amplitud y tranquilidad de corazón nos hacen falta enormemente. Cuando tengamos el corazón más sano, podremos actuar como un verdadero líder del mundo. Este orazón de los japoneses es lo más solicitado por la gente de diferentes países”.

Por todos sus avatares, Camino de Flor, puede leerse como un relato autobiográfico, y nos deja la certeza de que no hay camino imposible para quien posee una férrea voluntad. Masahito Kawashima logró cursar una carrera universitaria, como lo había deseado en su juventud. La Universidad de Estudios Internacionales de Kanda (KUIS) le otorgó el título de licenciado en estudios hispánicos. Hoy día, a los  67 años de edad, Masahito Kawashima vive en Inage, Chiba; todavía no se retira de su negocio de almacenamiento y carga en el aeropuerto de Narita. Tiene una nieta, hija de su primogénito. Su segunda hija Dawaka, nacida en Japón, es aficionada al canto. Viaja constantemente, es un lector voraz de periódicos para estar enterado de las peripecias de la política japonesa y quiere emprender estudios de filosofía. Recuerda y se ríe de sus propias ocurrencias, tiene un humor de niño inquieto, dispuesto a comenzar una nueva aventura.

Camino se flor se publicó originalmente en japonés, luego se difundió por entregas en un periódico local. La edición en español se publicó en México en el año 2000 y actualmente se prepara una edición en inglés.  / G.Z. Tokio, mayo de 2013.





Eugenio Montejo por Rayma (Venezuela)


Sunday, June 16, 2013

Mientras cenan con nosotros los amigos - Avelino Hernández (España 1944-2003)

–por Alberto Hernández–

I
Acabo de cerrar el libro. Acabo de concluir una historia. El mundo corretea allá afuera. Mi espíritu se agita en la cocina, mientras el café hierve y la hora se acerca al mediodía. Los cerros de la ciudad se calcinan. Un humo denso no me deja ver con claridad la última carta de Marta. Una dilatada conmoción me hace regresar a la esquela, a la primera, desde donde el personaje, el mismo Avelino Hernández, este pariente de Soria que dejó en nuestro desierto Mientras cenan con nosotros los amigos (Candaya, junio 2005), recorre paisajes y vidas, la suya propia, tan dada a ser entregada.

El desayuno solitario, esta manía de la soledad para rescatar del naufragio los últimos fantasmas, me anima a verme con Avelino desde su eternidad: falleció en Selva, Mallorca, en julio de 2003, poco después de escribir esta extraña novela en la que la amistad, la memoria y la muerte tejen un diálogo entrecortado, fragmentario, hincado en un viaje permanente donde siempre están los amigos, los invitados al patio del parral a mirar el mar y saberse parte del cielo.

Acabo de morir con el libro. Una carta en la que alguien (personaje/Avelino) le anuncia a Marta que va a fallecer, que el cáncer consume sus vísceras, que “ahora sé que es verdad que duele todo amor, incluso el consumado”. Desde aquí, desde esta confesión, la lectura confirma que Avelino Hernández tenía en la muerte la vida que siempre supo amar.


©Teresa Ordinas
II
Avelino Hernández nació en un pueblito de Soria llamado Valdegeña en 1944. Estudió Filosofía y Letras y dejó incompletos estudios de Filología Árabe y Derecho. La dictadura franquista truncó esta aspiración. Dejó más de cuarenta títulos, entre los que destacan libros de viajes, de poesía, de cuentos infantiles y juveniles y novelas.

La vida de Avelino Hernández transcurrió entre Andalucía, Cataluña, Extremadura, Madrid, Valladolid y Mallorca.

De sus trabajos mencionamos Crónicas del poniente castellano, Donde la vieja Castilla se acaba, Una vez había un pueblo, El septiembre de nuestros jardines, El día que lloró Walt Whitman, Los hijos de Jonás, entre otros, y éste, editado por la imprescindible editorial Candaya de Barcelona.

Mientras cenan con nosotros los amigos es un bello documento de despedida. Es una carta de navegación, una bitácora donde Avelino muestra su vida, dedicada a ser humano, afectivo, amigo. No en vano usó a Epicuro como epígrafe: “De los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de una vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad”. Y así fue, y así es en la novela, que más que un esfuerzo literario se trata de una confesión donde los personajes, reales, se convierten en iconos de la memoria. En parpadeos, cortes y referencias de una existencia parecida a la ficción.

Para Hernández la preocupación está centrada en cómo existir. De allí que en la carta que abre el libro, diga: “Todo cuanto vengo escribiendo en el último tiempo. El único argumento de mi obra. Cómo vivir”. Nota fechada en una casa en la orilla de un río el 27 de septiembre de 1998, mientras Teresa Ordinas está en Smara.

De aquí en adelante, las ráfagas de la memoria van haciendo el libro. Repito: libro raro, extraño, nada lineal: funciona como trabaja la memoria, a fogonazos. Personajes de la vida que discurren frente al Mediterráneo, en Castilla, en cualquier parte del mundo, en Grecia o California, están frente a la mesa, prestos a cenar, a tejer la conversación, a hacer la vida, a construirla con palabras y hechos.


©Teresa Ordinas
III
Este subcorpus literario, el de la amistad, confirma el indicio de una estructura narrativa. En efecto, la intención del narrador es contar, redondear una historia, no obstante, se prevale del fragmentarismo, o mejor, un cuerpo de relatos compuesto por un juego de piezas, de trozos, de pedazos, de pequeños recuerdos, de paisajes sacados de un álbum. El orden conferido, abierto al lector, es una herramienta para que éste seleccione la manera de leer o soñar.

La dispersión (atomización de un orden fragmentado) aumenta en el lector la idea de que estamos al frente de un ardid. Pero no. Avelino Hernández disfruta su forma de acercarnos a él. Y sabe hacerlo. La urdimbre, la trama está centrada en el afecto y en la crítica a los borrones de la historia donde la muerte triunfa, por eso no faltan Teresa, Marta (la lectura de Las flores del mal toca el abandono), Pedro Mangada, César Cayo, la perversión de la guerra, los fusilamientos, la muerte en los ojos de un niño frente al paredón, el juez Marcos Dañinos Fernández, responsable de crímenes tan terribles. El loco, el ingenuo de un pueblo, un gato como núcleo sincrético de la soledad. Un país, pues, en la sobremesa, en la lectura de una intemperie vital que supo revelarlos a través de estos hermosos y a la vez duros fragmentos, unidos por el ánimo de varias cartas, tres en la aproximación del contenido.

Podría afirmar que esta novela no tiene una estructura. Lejos del palimpsesto, se trata de un texto aleatorio, construido a través de una lectura carnal, medular, en lo que tiene que ver con la responsabilidad de quien lee para “construir”, en presencia de una realidad que no huye de la ficción. Metaficción tan real que escapa de la misma metáfora. Avelino Hernández cuenta su historia y la de otros desde la metanovela: urde, teje, simboliza, pero no deja nada a la imaginación; sólo el discurso, próximo a la poesía, nos advierte de la gracia de este autor que maneja con maestría estas circunstancias. Decimos: la lectura nos hace parte del mundo que se descubre en la novela. Avelino ya no es Avelino, es un narrador que es Avelino pero transmutado en el lector. Somos Avelino. Quizá fue eso lo que buscaba el escritor: su conversión, su amistad, su modo de vida.


©Teresa Ordinas
IV
Abro de nuevo el libro. Allá, sobre los edificios, está la montaña. La sequía consume en candela y humo esta media mañana. Me determinan las cartas de Avelino y Marta. El lector que soy (poco asertivo muchas veces) me concentra en la última, en la despedida: el personaje que es Avelino sabe que se va a morir, así como hemos muerto las veces que lo leemos. Marta se ha quedado con su libro, con sus novelas, y también con Baudelaire en el regazo. Avelino extrema la confesión: “Porque te escribo para decirte que tengo cáncer, en el riñón, maligno, con metástasis en el hígado y alguna otra víscera más de ahí dentro...”. Es decir, la realidad, la que está en la vida que ahora es novela luego de la muerte del autor. Avelino Hernández vivió su propia novela, la contó, la disfrutó por vida y la sufrió porque “ahora sé que es verdad que duele todo amor, incluso el consumado”.

Quien lea este libro, este mundo tan personal y compartido, se asomará a una ventana y verá el mar, aunque éste no exista. Abrirá un libro de viajes. Verá un valle y unos animales en el monte. Verá el cielo en la noche. Verá un murciélago tras las mariposas nocturnas. Verá los ojos de quien tiene enfrente. Pero también será. Será este escritor que supo vivir, escribir, amar y despedirse con la más hermosa dignidad.





POESÍA: VAGABUNDOS de ARTHUR RIMBAUD (1854-1891) Francia

¡Lastimoso hermano! ¡Cuántas atroces veladas le debo! «No podía cumplir fervientemente esta empresa. Habría tomado a juego su invalidez. Por mi culpa volveríamos al exilio, a la esclavitud.» Me atribuía una mala suerte y una inocencia muy extraña, y agregaba razones inquietantes.

Burlándome a carcajadas, le respondía a este satánico doctor y terminaba saltando por la ventana. Más allá del campo atravesado por bandas de rara música creaba los fantasmas del futuro lujo nocturno.

Después de esta distracción vagamente higiénica, me acostaba en un jergón. Y casi cada noche, apenas me dormía, el pobre hermano se alzaba, la boca pútrida, los ojos arrancados —¡como él se soñaba!— y me arrastraba por la sala aullando su sueño de sufrimiento idiota.

Con toda sinceridad de espíritu, me había hecho en efecto el compromiso de devolverlo a su estado primitivo de hijo del sol —y errábamos, nutridos del vino de las cavernas y la galleta del camino, apremiado yo por hallar el sitio y la fórmula.


Poesía — Arthur Rimbaud — Una temporada en el infierno, Iluminaciones, Carta del Vidente — © Común Presencia Editores, Bogotá — Traducción © Marco Antonio Campos.