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Saturday, May 18, 2013

Alejandro Oliveros DOS LECTURAS: TRISTIA Y LA MUERTE EN UN DIARIO


—por Alberto Hernández—
Así, el bochorno y la humedad han avanzado por mis huesos.
Nadie escapa al rigor de estas tierras del trópico
A.O.


1.-
¿Qué invitación humana puede resistirse ante la mirada aérea del poema, sin que la tristeza, el bochorno, o la ilusión de un cielo solitario no pierda su propio exilio? Alguien lee entre líneas la sombra o la luz de la ciudad y la muerte de un hombre habitante del vacío.

A cinco años de tu muerte, a la sombra
de una ceiba que refresca la tierra que te esconde,
me pregunto si habrá manera de aliviar
tanta tristeza, tanto dolor, tanto naufragio.

La pregunta formulada en el texto revisa la herida, el desgarro que produce la marcha definitiva del padre. El hombre bajo tierra ignora el calor de diciembre, portador de más humedad mortalmente espiritual. Quien mira el lugar donde habita el silencio, donde el poema se hace sopor de realidad, tanta tristeza, es el mismo que ha escrito diarios para activar la memoria propia y la de otros, instalada en este abismo donde Cada pregunta es un vacío. La voz de quien interroga tiene como destino la sombra de sus huesos, la de las palabras que intentan encontrar el eco o el espejismo de un nombre: Tus delgados labios/ no se mueven. Tu mirada sigue fija, perdida. La muerte –entonces- el sonido de aquella casa donde sólo es posible acercarse y dejar sentado el dolor, la tristeza.

El clima, el sopor de la espera: un trago de licor para escanciar el recuerdo, el otro tiempo de la vida. O aquello que dice María Fernanda Palacios: La angustia es el precio de lo distante. El poeta asienta mientras el calor del verano cae sobre las lápidas.

Si el brandy más fino o el escocés más escaso
sanarían los bordes de esa herida que te abrasó
en los momentos más oscuros, cuando dabas voces
y gesticulabas frente a la costa abrupta de Cumboto.

Es una tarde calurosa de diciembre. Los vientos
del norte se han demorado. Los fuegos del verano
rodearon con sus negros el viejo cementerio.
Una rosa amarilla es todo lo que roza tu piel blanca.



2.-
¿Cuántos viajes han hecho los ojos de Alejandro Oliveros para encontrar el lugar, el dejado atrás bajo la fronda de la ceiba, donde su palabra tendrá definitivo asiento? Lugar donde es posible la voz que funda las líneas de la desesperación, asida solamente a tiempos y espacios abrumados por la pérdida. He aquí que el lugar se queda en uno solo, tapiado por aquello que fue y continúa siendo en el horizonte del texto. Digo: el poeta viaja para hacerse muchos, para multiplicar la mirada. O para alejar el dolor, olvidarlo, hacerlo lugar de otro, del que se queda y no espera respuesta. ¿Cuántas veces, entonces, retorna a sus orígenes, a sus orillas y paisajes para escribir desde estas costas y así alejar el ahogo y sobrevivir? Pese a los paisajes recorridos, el poeta regresa a los lugares donde impera el peligro, el desgano, la abulia, la calidad del tiempo.

A estas provincias sólo llegan los desesperados,
los excluidos del sueño, los muertos de una vida
sin huellas ni paisajes, el hambre de las noches,
la guerra al amanecer y la peste en el viento,
animan las calderas de los trasatlánticos.

Nadie se somete a la selva inundada,
a la sabana estéril sin una historia
oscurecida y un horizonte de migajas.

Se llega a estas costas para sobre vivir
en lo húmedo, el mediodía infinito,
la noche de alimañas. Atrás quedan
encinas y olivares, cipreses y trigales.

¿Tiene acaso semblante para definir –a escasos silencios de su voz- la ausencia del paisaje donde los desesperados se aferran al infinito de las sombras?
De allí que Nadie cambia de cielo sin el sol negro a las espaldas. / A estas provincias sólo llegan los desesperados.

En esta estación, vista desde la luz sosegada del desarraigo, Alejandro Oliveros, solitario y dispensador de una poesía desnuda de adornos, ha construido una poética que en Tristia (Ediciones del Fondaco, Royal Wine Merchants, Caracas-Nueva York, 1995) resume la justificación de quien se siente arrojado al ánimo de una naturaleza exiliada, con el equipaje de una edad en la que el otro ha extraviado la imagen del río, la polis, la sílaba del tiempo.


3.-
La Valencia que leemos en Alejandro Oliveros es la ciudad marcada por viejas cicatrices, rasguños y señas que el tiempo, el protagonista de este poemario, y quizás de toda la obra del autor carabobeño, ha dejado en sonidos distantes, sólo previstos en la paradisíaca remembranza de Bejuma y Montalbán, cuando el tiempo se convierte en ilusión, en una amable y aromatizada presencia terrenal. Lo sensual destaca el imaginario de Oliveros, en el trópico enfermizo, húmedo, depresivo en ese verano que los desesperados convierten en sobrevivencia.


Foto El Universal, Caracas.
4.-
En Tristia, un espíritu clásico, una mirada hacia atrás para prestigiar la presencia de nombres que se conjugan con los viajes y los acentos, como si la poesía se arrancara de cada paisaje imposible, o como esa indolencia que traspasa la memoria en reposo.

La nostalgia es un río seco. El río que no puede acoger los deseos de Heráclito. La corriente que es sólo la edad, el murmullo del tiempo, un entusiasmo inesperado que alegra a los ignorantes, ciegos y desahuciados. La muerte del Cabriales tiene en las últimas lluvias una profunda carga que desmitifica la sensación vital, el vano esfuerzo de ese ciclo agobiante del trópico, absoluto, dijera Eugenio Montejo.

En la poesía de Oliveros, en Tristia, sólo está lo que queda, como el ojo que viaja e intenta mover el universo.

**

Escribir la muerte desde la agonía del otro.

Esta mañana me recogí en silencio a leer este Diario Literario de Alejandro Oliveros. Y lo hice con la intención de ensimismarme, tenderme al único sol que penetra violentamente por la ventana de la biblioteca donde reposa mi cama y el polvo de todos estos años de rinitis y desmemoria. Las primeras páginas me tornaron levedad frente a un texto donde un hombre se desnuda ante la muerte (recuerdo la Herida, el poema), pero acompañado de sus más queridos amigos: los nombres que le han hecho el camino y el silencio. Sartre, Simone de Beauvoir, Ernst Jünger, Meyer Schapiro, Conrad, Mann, Heidegger, Hanna Arendt viajan por este diario que Oliveros construye con el calendario de la muerte.

Una mujer muere en la cama, a su lado la mirada atenta del hijo, quien ha trasnochado en lecturas, pero ha recobrado las horas, los días y el nombre de su ciudad en una íntima revelación intelectual. Mientras ocurre el intento por prolongar la vida, ésta se hace espíritu en unas cuantas páginas. Paradoja, el hijo eterniza a la madre en un libro donde navegan las lecturas y sus adentros. Tristia se conjuga en varios tiempos.

Se me hace difícil distanciarme para decir de este libro que Alejandro nos ha entregado desde su más adentro lacerado. Y es así porque quien lo traza se mueve en tres puntos cardinales que someten al escarnio su tranquilidad: el cáncer de la madre –la agonía-, los viajes a Caracas y la ciudad que oprime y se hace referencia y fecha. En ese trance aparece el diario que el poeta escribió, quizás desde una silla, con el rostro de la mujer entre el sobresalto y el dolor de la carne; quizás desde un balcón mientras Valencia era una mentira o un recuerdo de tarjeta postal, mientras la quimioterapia y el Tegretol surtían el efecto deseado. “Ayer con mamá. Le preparo un hígado a la veneciana. Come con dificultad. Se ve muy decaída aunque con poco dolor. El lunes comienza la inmunoterapia. Los resultados no son previsibles. Si no mejora se pasaría a la quimioterapia cuyas secuelas son devastadoras. Los médicos parecen tener como meta prolongarle la vida hasta Navidad. Pienso que si su estado no mejora apenas valdría la pena”.

Salgo del libro. La mañana se ha marchado. Sobre la cama la tapa del libro que Fundarte sacó a la calle. Mi lectura es lerda, el libro me hace lento, una suma de nostalgia, de esperas.

Mientras apago el instante, el libro respira su materia: nombres aventuras, viajes, un diario: la fortuna de tenerlo en este país donde el género ha sido desterrado, poco frecuente.

Aparecen los libros del poeta, los nueve años de la muerte del padre zumban en una página de Martín Heidegger, un accidente del lector y la computadora que borra todo lo escrito. El recomienzo me aturde. Tomo de nuevo el teclado, el libro se cierra. Faltan páginas por recorrer. Un diario nunca termina, y el poeta, este Alejandro Oliveros que lo escribe, nos sigue llevando por su historia. La Ilíada lo regresa en el polvo de la guerra, lo entrega a los gritos y traducciones en el campo de batalla. La madre ha muerto. El padre ha muerto. El silbido del viento nos aconseja tener el diario cerca. Tristia nos entrega al silencio.




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